Las putas de Sullivan

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De joven creí que el amor de mi vida llegaría sin avisar. Aquella mujer a quien me entregaría en cuerpo y alma. La mujer con quien llegaría a formar una familia. Perseguí por mucho tiempo esa romántica ambición. Los años se me vinieron encima y la idea del amor romántico comenzó a desmoronarse.

La soledad y la tristeza no están necesariamente emparentadas. Uno puede estar solo, consigo mismo, sin ahogarse en la tristeza. Estar solo y sin sexo, no es posible. Mucho menos en un mundo donde el mercado sexual ha llegado a un nivel sin precedentes. Todos podemos acceder a una puta a quien contarle nuestra vida.

No recuerdo quién fue mi primera puta. No hablo de una escort sino de una puta de banqueta. Una puta guerrera, de esas de a pie, una puta de barrio, una puta de lo que hoy popularmente se dice del pueblo. A pesar de no acordarme de la primera, sí recuerdo a cada una de ellas.

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Pasadas las 10 de la noche las encontré en la obscura calle de James Sullivan. Apenas con un par de luminarias encendidas, la sombra de mi alargada silueta apunta por detrás de la hilera de chicas, una seguida de otra. El panadero hace una parada para ofrecerles café y pan. El turno termina hasta la madrugada, más vale tener algo en el estómago para aguantar.

No recuerdo quién fue mi primera puta. La primera a quien con la voz nerviosa le pregunté cuánto cobraba. Sí recuerdo la falsedad de sus nombres, la falta de higiene, la indiferencia, la belleza de sus rostros y a veces la decadencia de sus cuerpos.

Tras regresar el tiempo, vuelvo a sentir el corazón saltar cuando, con voz trémula, me acerco a solicitar el servicio. Aquí no se hace una cita con horas, días o semanas de anticipación. El antojo sexual se satisface al momento.

Me pongo más nervioso cuando saco de mi cartera los 100 pesos que Ashley me pide de anticipo. Dice que podemos irnos juntos en su taxi, a mi me da pena. Prefiero caminar hasta el hotel apenas a un par de cuadras. Me ofreció 30 minutos por 800 pesos. El hotel, el desnudo completo y tres posiciones están incluidos.

Varias veces recorrí los límites de Gabino Barreda-Sullivan y Rio Yang Tsze-Marina Nacional. Durante el trayecto, en busca de la puta de la noche, uno se encuentra en el camino a varios peregrinos recorriendo la misma ruta. Unos van en auto, otros a pie. Nos vemos sin mirarnos, como sintiendo una culpa en el fondo. Con justificación muchos deben de sentirla. Yo solo busco saciar el impulso vital antes de que se convierta en represión y peor aún en frustración. Disimulamos que solo vamos de paso, que este es el camino a casa, cuando el camino corto quedó varias cuadras atrás.

El verdadero golpe de adrenalina arrecia cuando el recepcionista le da las llaves de la habitación a tu puta. Antes te pide 50 pesos para pagarla. Al verla subir las escaleras uno cae hipnotizado por el vaivén de sus nalgas, sin despegar la mirada de su culo la ves caminar por el pasillo hasta abrir la habitación.

Las putas de Sullivan comparten un cachito de banqueta. Como piezas de ajedrez, siempre están de pie sobre el tablero. Cada metro cuadrado tiene asignada a una puta; además de que ésta solo puede atenderte en un hotel. Recuerdo haber estado por lo menos cuatro diferentes.

Ante la vastedad de cuerpos frente a mí, siempre tuve la fantasía de cogerme a 2 o 3 chicas en una noche, nunca pude. Después de la primera el deseo desaparece y vuelvo en sí.

No recuerdo quién fue la primera puta con la que estuve. Sí recuerdo que las chicas procedían de Sinaloa, Puebla, Chiapas, Michoacán y Jalisco. Incluso de Colombia. Otras de la Ciudad de México.

Desnudos sobre la cama, una vez Alba de la milpa me preguntó si había estado con una prostituta de la calle. Ella tenía la idea de que el servicio de una escort era similar al de una puta de banqueta. Estas chicas ni siquiera te ven a los ojos. A veces hay diálogo; nunca hay besos. Puedes penetrarla, pero no acariciarla. Ahí te das cuenta del verdadero valor de la intimidad, del valor de una caricia espontánea, de un beso impulsivo o de una mirada. Las muestras de cariño no existen y no tienen precio, al menos no aquí. El afecto se puede comprar en otro mercado.

Con las putas de Sullivan lo que uno renta es el acceso a una cavidad húmeda o seca de carne, a un objeto sexual en el estricto sentido de la palabra. Con todo, hay veces que la indiferencia no puede fingirse.

Mucho antes de entrar a la habitación, Ana me hizo notar su acentuado desdén por los clientes. Nunca despegó su mirada del teléfono, ni un minuto. Ni para recibir el dinero me vio a los ojos. Altiva, y de rostro hermoso, recuerdo que de entre las piernas de Ana no cesaba de sonar ese melodioso chasqueo orquestado por mis reiteradas embestidas. Me propuse cogerla más y más fuerte para que no pudiera seguir mensajeando. Ni con todas mis fuerzas logré que dejara el maldito teléfono.

Apenas terminas y las putas están listas para abandonar la habitación. Acarrereadas, las meretrices de la San Rafael sacan de sus bolsos de mano un paquete de toallitas húmedas para limpiar su zona íntima de trabajo. Esto en el mejor de los casos, porque hay putas que sin el menor recato toman el rollo de papel y le dan vueltas y vueltas alrededor de su mano, lo cortan y limpian el centro de su cuerpo. Una vez que tu anfitriona sale de la habitación, no pasan ni 5 minutos cuando el personal de aseo te está apurando para que los dejes trabajar. Estos hoteles no son de paso, son de pisa y corre.

Al salir te percatas que la chica que te acabas de follar está de regreso en su lugar. Incluso está yendo de vuelta al hotel con otro cliente.

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Víctima de la inexperiencia y la falta de temple para controlar mis emociones, en una ocasión le dije a una de las putas que se casara conmigo. Que abandonara la putería e iniciara una vida a mi lado. No sé, tal vez no fue mi inexperiencia la que me hizo confersarle tan absurda propuesta. Aquella mujer era realmente hermosa. La vi en la entrada de un hotel paralelo a Sullivan. De inmediato le pregunté si estaba disponible. Acababa de atender a un cliente y esperaba a que su taxi la recogiera. Lo canceló y entró conmigo.

Después de tantas citas e intentos fallidos de construir una relación significativa con una mujer, creo que hubiera tenido mayor probabilidad de formar una con esta puta. Debí de haberla buscado de nuevo.

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No recuerdo quién fue mi primera puta. Sí recuerdo a la norteña tatuada, nalgona y chichona, a quien con lujuria le veía su enorme culazo rebotar frente al espejo. Me acuerdo bien de su amiga, la de ojos claros y belleza tapatía. Rememoro a la teen delgadita con cara de muñeca, quien consternada por tener que aguantar a clientes repugnantes me dijo: “ojalá todos fueran como tú”, refiriéndose al aspecto de un hombre promedio y medianamente civilizado, claro está.

Me viene a la mente cuando me subí al taxi de la morena nalgona con cintura de avispa. Me llevo hasta un hotel cercano al monumento a la Revolución. Recuerdo con asombro a esa chica apretadísima, la que además de encorsetarte la verga te la succionaba como bomba de vacío. A la chiapaneca no la olvido, la mujer con la piel más suavecita que había conocido hasta mi encuentro con la escort Danna Luján.

Desde hace mucho tiempo no me he vuelto a parar en Sullivan. Esa faceta de mi vida quedó atrás. No así mi adicción por las putas.